domingo, 11 de mayo de 2014

Aceptar en lugar de juzgar

Vivimos en un mundo en el que creemos que tenemos el remedio para todo y en el que desde que los niños son pequeños procuramos darle todo lo que nos piden para evitarles sufrimiento.
Por eso es frecuente que nos sintamos frustrados cuando a lo largo de nuestra vida las cosas no salen como queremos. Sentimos rabia e impotencia porque nosotros ponemos de nuestra parte pero no podemos hacer nada para obtener los resultados esperados. Cuando esto ocurre uno siempre tiende a culpabilizar a los demás o a los hechos causantes de nuestra frustración, pero gastamos nuestras energías inútilmente. En realidad las cosas pasan porque tienen que pasar y hay veces que no se pueden cambiar.
En ocasiones esto mismo lo hacemos con los demás y nos da rabia que otras personas a las que queremos tengan que sufrir por diversos motivos. Entonces les aconsejamos según nuestro punto de vista y si no nos hacen caso nos enfadamos con ellos. Pero en realidad nadie tiene derecho a juzgar a nadie porque sólo Dios y nosotros nos  conocemos a nosotros mismos y a nuestras circunstancias. Tal vez aunque no lo entendamos ese sea el único camino que la vida le ha obligado a tomar a esa persona. 
Si lo trasladamos a la vida de Jesucristo, sus amigos le decían que se defendiera y que no dejara que lo atraparan para crucificarlo. Pero aunque Él les explicaba que era necesario que Él muriera, ellos ni lo entendían ni lo aceptaban. El apóstol Pedro incluso le cortó una oreja a un soldado romano porque no quería que se lo llevaran. Jesús, sin embargo, sólo quería que sus amigos rezaran por Él y que estuvieran con Él apoyándole en sus momentos más difíciles.
Igual que a Jesús debemos procurar no juzgar a los demás aunque no los entendamos porque tal vez eso sea lo que Dios le pide a esa persona que haga. Y, por otro lado, no debemos sentirnos frustrados porque las circunstancias o las personas que nos rodean no sean como nos gustaría porque eso no depende de nosotros. Debemos centrarnos en lo que sí podemos hacer para cambiar nosotros mismos. Y dejar que Dios sea Dios, poniéndonos en sus manos después de haber hecho todo lo que está en las nuestras,  porque es sólo Él quien puede decidir el destino de nuestras vidas y el de las de las personas que queremos, que, por el Amor que nos tiene, al final será para nuestro bien.